A las horas más oscuras de la noche, me gusta salir y sentir el aire fresco del rosío, sentir el frío que hiela mis huesos, ver la oscuridad donde no se ve nada y allí donde está el firmamento observar a las estrellas marcando un bello camino todo a lo largo... estar solo, solo con mis pensamientos, solo con las estrellas, mis únicas compañeras en mis noches de viaje, allá donde no parece haber nada se ven los reflejos de los planetas donde cada noche se que se para alguien como yo y también observa estaciado las estrellas, entonces sonrío sin sonreír, con una risa interior que despierta a mí niño interno, es una risa que solo yo y ese ser lejano podemos entender, aquél ser lejano que nunca veré pero que siempre está a mí lado y que ríe como un niño pequeño recordándome la belleza y la inocencia de un niño que mira a la noche como esperando a una estrella fugaz o a que cruce Papá Noél.
Y allí con el frío y la soledad, con un ligero miedo a todo lo que se mueve sin moverse, a todo lo que se siente y a todo lo que se ve pero que en realidad no se ve, ilumino mí rostro con la blanca luz de la luna que día a día se muestra más bella.
Aquí os dejo con una pequeña reflexión acerca de uno de mis pasatiempos favoritos cuando estoy de viaje en alguna tierra lejana a mí hogar o cuando recuerdo algo de mí país en sus horas nocturnas, cuando el sueño pesa tanto que empiezas a alucinar un poco y otro poco se muestran los verdaderos misterios de la noche...