El Peregrino

Durante la

lunes, 15 de junio de 2015

Los días felices

Recuerdo los días felices, un atardecer nublado, el cansancio del trabajo de la semana. El aire impregnado del suave aroma del índigo, café y polvo, risas en la esquina, alguna que otra cara larga, un par de lágrimas aquí, hojas y lápices amontonados por allá, el ácido pensamiento que nos sacude como sacudió a Ginsberg, a Sartré y a tantos otros en el pasado. La trompeta de Beirut marcando sus sones de marcha polaca medio desafinada entre el murmullo de un par de mortales entregados a las labores de la existencia, las revistas viejas, los recortes y los sueños que alimentan a los niños por las noches.

Bellos días felices, aquellos donde la carencia se volvía la madre del ingenio y el arte consistía en inventar algo con el poco tiempo que nos quedaba, aprender a vivir con lo justo y sonreír cuando tuviéramos un pesar. Nostalgia y melancolía bailaban de la mano entre fotos de lugares lejanos mientras estábamos también alejados, alejados entre nosotros y alejados en nuestros pensamientos. El cigarro a medio apagar teñía de tanto en tanto el aire que respiramos dando un contorno onírico a nuestra realidad ¿que tan mortales podemos ser? Andábamos de un lado a otro, trabajando, a veces bebiendo, disfrutando de las cosas pequeñas de este gran universo, la carne seca, el café cargado para no dormir, los regalos y las sorpresas de nuestros iguales, las estrellas contra el firmamento o el murmullo de la lluvia contra el cristal; alejados los unos de los otros, alejados de casa y alejados dentro de nuestros pensamientos.

Recuerdo el sol saliendo en las mañanas frías entre los techos llenos de humedad y los cables de luz, la dulce oscuridad que reinaba alrededor de los focos de luz que amarillentos pintaban las húmedas calles, la sonrisa de los niños cubiertos de tierra y los recuerdos bañados en polvo, casi como una pequeña postal de algún lugar que he olvidado o que jamas hemos visitado, así se presentan hoy y siempre estos bellos tesoros. La niebla salitre cubriendo nuestros pasos entre las yerbas y el frío que solía cubrirnos como compañero a lo largo de nuestro tiempo.

Vivíamos entre mortales tratando de soñar como sueñan aquellos que no tienen dios; a veces siendo profundos otras superficiales dependiendo que tanto estuviéramos dispuestos a abrir nuestra alma. La ropa cubierta de polvo o tierra era nuestra forma de entender que eramos materia de un mismo lugar.

No hay nada que un amargo no arregle, ni una luz más clara que la de los focos viejos en medio de un frío salón; nuestra alegría son las flores, una cubeta con agua en el pozo, un café por las noches de no dormir, nuestros días felices son en el frío, con la lluvia y el hambre calándonos el cuerpo hasta enfermar y mostrarnos lo fácil que se puede corromper esta existencia.

Nuestra propia soledad es el hogar que noche con noche nos cobija a lo largo de cada uno de nuestros viajes, quizás una sonrisa es la mejor resignación y la lágrima más secreta  ante todo aquello que nos consume. La dicha está hecha de pequeñas cosas, de flores y risas, del anhelo de un amante que nunca llegará o el creer que la vida merece ser vivida después de todo, no es descomunal ni se derrama como el agua de los ríos, es pequeña, como los granos de la arena en una playa.

¿Acaso hay razón para no creer que fuéramos felices? ¿o que es lo que radica en la felicidad? Triste sería encasillar nuestra alegría en una desesperada mirada occidental donde  esperáramos llegar  siempre a la vuelta de la esquina; quizás la vida no es perfecta, solo es feliz, quizás la misma humanidad es lo que hace perfecta la imperfección, entender este ciclo que sigue y avanza, quizás, solo quizás esa alegría que todos creemos tener en realidad no es más que una melancolía al entender como nuestro mundo no es lo que  nos pintaron y que aún la realidad más dura nos puede arrancar una sonrisa si sabemos adonde voltear.

Melancolía y nostalgia bailan esta tarde de la mano siguiendo las marchas de reencuentro e imperfección de Beirut, invitan a cantar y a sonreír recuerdos que hoy cargan consigo lágrimas, no por dolor ni sufrimiento, sino por belleza. El índigo nos vuelve a unir una vez más cantando con una voz que resuena como ecos en un hogar abandonado que alguna vez estuvo lleno de amor, el amargo corre entre mis venas, entre el recuerdo de cientos de rostros olvidados o de personas que jamás conocere. Mantengo el aliento que me ata a la realidad de estas letras y mis ojos se cierran al tratar de contener el aliento de estas notas que hoy resuenan como coros de alegría y paz. Un abrazo del índigo y del gris que se forma de la mezcla de letras y papel, que hermoso llegó a ser el pasado, que emocionante llega a ser el futuro y que insoportable es la incertidumbre del presente. Que feliz llega a ser la existencia.